jueves, 10 de julio de 2014

El enamorado de los actores

Lavelli, en un retrato de los años 80.

Etiquetado como: Jorge Lavelli. 
Desde hace mucho tiempo, en París, a Lavelli se le ha quitado el adjetivo: ya no es un director teatral argentino sino un director teatral, punto. Si un adjetivo (merecido) se le agrega es “gran”. “Argentino” desaparece para dar paso a una expresión de admiración sin rasgos nacionales. Cosa nada común: pocos artistas extranjeros gozan en Francia de esta condición de artista a secas (uno sigue siendo pintor checo o bailarín chino hasta su muerte, aunque haya llegado en pañales). Lo curioso es que esta comprobación, en principio exterior, en realidad se relaciona con lo que Lavelli ha reivindicado a lo largo de su asombrosa carrera (Francia lo ha condecorado con cuanta cruz y rosetita roja tiene en su haber): la universalidad.Inmenso shakespeariano, este director a quien debemos un Rey Lear y una Tempestad imborrables, ha vivido rechazando cierto teatro de actualidad basado en la “pasión del instante” y afirmando una atemporalidad que supera la prueba del tiempo. Un teatro donde el gesto político (que Lavelli ha revelado en Shakespeare como nadie) se inscribe dentro de una fábula, una metáfora. Un teatro de análisis, de reflexión (sobre las mentiras y la locura del poder), pero nunca abstracto ni mucho menos abstruso: sus años de trabajo en el Théâtre de la Colline, situado en un barrio popular, lo convencieron de que la actividad teatral tiene que servir para algo y, por consiguiente, ser comprensible. Un teatro, en definitiva, de energía, opuesto a la “blandura” que pertenece al territorio de la muerte y donde el único humor, el único grotesco que interesan son los que surgen de la desesperación.Last but not least , agreguemos a todo esto una actitud personal de sobriedad y sencillez (Copi decía que Lavelli era un director extraordinario por su absoluta falta de autoritarismo y por un respeto hacia los actores que llegaba al “enamoramiento”), actitud en la que, volviendo a colocarle el adjetivo que su éxito le ha rebanado, se reconoce al argentino. Como prueba, aquella fabulosa pila de milanesas, para nada parisienses, con la que Dominique, su mujer, y él me sorprendieron en su casa, cierto día en que los dos se dedicaron exclusivamente a interrogarme sobre el libro que yo estaba escribiendo, lo cual tampoco forma parte de las costumbres de esta ciudad tan linda, sí, pero tan indiferente. Indiferencia contradictoria, se comprende. Francia recibe a los creadores con una milanesita sola, pero muy nutritiva. Vayan como muestra, entre las decenas de artistas y científicos que “triunfan en París”, según la fórmula consagrada, el grupito compuesto por los artistas plásticos Antonio Seguí con sus hombres ensombrerados que caminan en direcciones improbables, o Julio Le Parc y el recientemente desaparecido Luis Tomasello, artífices del arte concreto y cinético; o por el también desaparecido Héctor Bianciotti, de la Académie Française, s’il vous plaît ; o por la cineasta Nelly Kaplan, o –toda lista es injusta– por ese otro director teatral al que a propósito dejo para el final, porque parece haberse puesto de acuerdo con Lavelli para hacer lo contrario: un teatro autorreferencial, un grotesco marcadamente argentino que hace las delicias de un público que pesca la mitad de los chistes pero se ríe igual. Me refiero, por supuesto, a Alfredo Arias.¿Universales? No hay arte verdadero que no lo sea, a veces por el camino de lo específico y otras no, pero siempre capaces de suscitar el sacudón del que habla Lavelli al sostener que el Rey Lear , imagen del egoísmo, del culto de la personalidad, surge ante sus ojos cuando camina por Corrientes, de noche, mirando a esos hombres que duermen en la calle, arrojados “como gusanos” por una sociedad enferma. A. Dujovne Ortiz es narradora y periodista; su último libro es “La Madama”.

0 comentarios:

Publicar un comentario